El ejemplo del Duque de Gandía

palacioducal

En la ciudad de Gandía, en el año 1546, Francisco de Borja y Aragón, IV Duque de Gandía , bisnieto de Papa (Alejandro VI), de Rey (Fernando el católico) y primo del Emperador Carlos V, solicitó el ingreso en la Compañía de Jesús. Ese mismo año había fallecido su mujer, Leonor de Castro, con la que tuvo 8 hijos. Tras hacer los votos, San Ignacio le aconsejo retrasar sus proyectos hasta que se diesen la circunstancias apropiadas. Concretamente, llevar a buen término aquello que, siendo su obligación, debía cumplir antes de entregarse por completo a Dios: la educación de sus hijos. Mientras tanto, se le instó a aprovechar el tiempo para doctorarse en Teología en la Universidad de Gandía, que él mismo había fundado.

La vocación de tan ilustre persona, que había sido Virrey de Cataluña entre 1539-1543,  se mantuvo en secreto porque, según palabras de San Ignacio, ‘el mundo no tenía orejas para oír semejante estruendo‘. Cuatro años después, con los hijos criados, marchó a Roma, se reunió con San Ignacio, renunció a sus títulos nobiliarios y resto de bienes materiales, e ingresó en la Compañía de Jesús. En 1551 recibió la ordenación sacerdotal oficiando su primera Misa en Loyola y, después, en Vergara (Guipúzcoa). Fue tal la expectación creada por el noble convertido en Jesuita que la celebración tuvo que realizarse al aire libre y el Papa concedió indulgencia plenaria a los asistentes. Murió en Roma el 28 de septiembre de 1572, siendo el tercer Prepósito general de la orden tras haber consolidado y difundido la Compañía de Jesús. Fue canonizado en 1671 por el Papa Clemente X.

Hace una semana regresaba, conduciendo por la autopista A7, en dirección a Murcia tras haber dado una conferencia en un congreso. Era noche cerrada cuando pasé por Gandía, la tierra donde  nací un 30 de junio de hace un tiempo. También un 30 de junio de hace unos años  mi amigo Camilo Lucena celebró que había echado raíces eternas. Abrazos del destino.  A mi izquierda se alzaba la ciudad iluminada, mucho mayor que cuando yo vivía en ella. Allí  viven mi madre, mis hermanos, cuñados, sobrinos y reposan los restos de mi padre. No tuve tiempo para efectuar una parada y saludarlos pero, como siempre, los sentí muy cerca y recé por ellos. Naturalmente, sólo se mantienen intactas las grandes referencias físicas: el mar al fondo a la izquierda de la carretera y, a la derecha, el Molló de la Creu y el Montdúber . ¡Cuantas generaciones han vivido entre estas coordenadas!  Como toda persona, día tras día vamos escribiendo una biografía que, en este mundo, resulta siempre más breve que la presencia de estos elementos naturales. Según dicen, nuestro recuerdo perdurará unas dos generaciones, en cambio ellos, miles de años. Son algunas de las paradojas de la existencia humana:  sin el sol, no habría vida en el planeta, en cambio el hombre, en comparación insignificante en el plano físico, es libre y puede establecer relaciones intencionales con lo que le rodea, transformándolo. El sol, no. A una de esas generaciones, nacida entre estas coordenadas, perteneció el IV Duque de Gandía, San Francisco de Borja.

Nació entre las paredes del palacio Ducal en 1510 y fue bautizado en la Colegiata de Santa María. Creció correteando por las acequias de esta tierra fértil, cuya primavera se llena de colores vivos y olor a azahar. A los 18 años, tras diversas vicisitudes y finalizar sus estudios en Zaragoza, ingresó en la corte del emperador Carlos V, a cuyas órdenes iba a rendir importantes servicios a la patria. A los 19 años, por deseo de la emperatriz, Carlos V le otorgó la mano de  la portuguesa Leonor de Castro. Tal era la confianza mutua que, por voluntad del emperador, sirvió directamente a la emperatriz Isabel I de Portugal, de una personalidad y belleza extraordinarias, como inmortalizó Tiziano. Fallecida en 1539, el año en que Francisco fue nombrado Virrey de Cataluña, el gandiense fue encargado de acompañar hasta  Granada sus restos mortales. Al identificar el cadáver y contemplar los efectos de la descomposición en el otrora hermoso rostro tomó conciencia de no más servir a Señor que se pueda morir.

Francisco ha sido protagonista de una historia extraordinaria ejemplo claro de que actio y contemplatio son dos elementos necesarios para una vida plena y fructífera.

Aunque son múltiples las facetas del santo a resaltar, como la de haber sido padre de familia numerosa ejemplar o político honrado y justo, quiero destacar dos: por un lado, la humildad de quien nacido de un linaje tan distinguido renunció a todos los honores terrenos, incluyendo la púrpura cardenalicia. El propio emperador, retirado en Yuste, comentó en relación a su situación personal  ‘¿que es nuestra retirada del mundo si la comparamos con la del padre Francisco de Borja?. No fue así. Él no se retiró del mundo, sino que dedicó todos sus esfuerzos a trabajar por ‘el nuevo mundo’ del Reino de Dios.  Por otro lado, me gustaría señalar la defensa a ultranza de la ortodoxia de la fe cristiana en aquella época en que se difundía el espíritu de Trento. Un periodo en el que Dios se valió, una vez más, de buenos españoles  en la salvaguarda de la pureza de la fe católica.

En estos momentos donde el individualismo y relativismo sin esperanza parece difundirse en la sociedad, se necesitan hombres como Francisco: instruidos, afables, de trato exquisito y, a la vez, audaces y firmes como rocas. Todos los que lo trataron, incluidos santos como Teresa de Jesús o Carlos Borromeo, tuvieron el convencimiento de que aquel hombre era un santo. Ejemplo claro de que la vida cotidiana, con sus diferentes responsabilidades, no sólo no es un impedimento para la santidad sino que es el auténtico camino como otro santo español, nacido en Barbastro, propondría unos siglos más tarde.

A los pies del Montdúber, el mismo que tú y yo conocimos y por el que anduvimos en épocas diferentes, resuenan los versos del Cántico Espiritual de nuestro paisano, el poeta Ausías March:

Pues que sin Ti, a Ti ninguno alcanza

dame la mano, del suelo levántame;

y aunque la mía no tienda a la Tuya,

aunque sea a la fuerza arrástrame hacia Ti.

A Tu encuentro quería yo salir;

no sé por qué no hago lo que quiero;

pues cierto que mi voluntad es libre

e ignoro quien impide mi deseo

Toda la vida me acompañó tu historia. Toda mi vida te guardé devoción. Allí, en tu capilla de Palacio… aún recuerdo aquella mañana de primavera de hace veinticinco años.

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