Toda opción en la que se compromete una vida es una apuesta entre distintas alternativas que se hacen manifiestas sólo cuando se considera la seriedad de lo que hay en juego.
La encíclica de Juan Pablo II Veritatis Splendor , comienza proclamando que ‘El esplendor de la verdad brilla en todas las obras del Creador y, de modo particular, en el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, pues la verdad ilumina la inteligencia y modela la libertad del hombre, que de esta manera es ayudado a conocer y amar al Señor‘. En su primer capítulo, recuerda el mensaje evangélico que afirma la existencia de una relación indisoluble entre los actos del hombre y su destino: ‘Maestro bueno ¿qué he de hacer de bueno para ganar la vida eterna? (Mt 19,16)‘ pregunta al Señor un hombre, que es cualquiera de nosotros en algún momento de nuestra vida. El hombre en cuestión, que era un virtuoso en la dimensión moral natural, se ve interpelado por Cristo: ‘Si quieres ser perfecto, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; luego ven y sígueme‘ Se retiró entristecido porque tenía muchos bienes. Esta escena pone de manifiesto la radicalidad de la exigencia que Cristo plantea a cada hombre.
Cuando un cristiano se compromete con esta decisión vital está apostando, en última instancia, entre dos opciones mutuamente excluyentes: creer o no creer en Dios, pues dado el compromiso que conlleva, la indiferencia equivale a no creer.
Blas Pascal (1623 – 1662) fue un genio con una mente despierta y profunda que tras haber simpatizado con el jansenismo y, haber llevado posteriormente una vida disoluta, se retiro a la abadía benedictina de Port- Royal donde escribió sus últimas obras, entre ellas Pensamientos, un conjunto de anotaciones con intención apologética no finalizadas, elaboradas en pleno triunfo del racionalismo cartesiano y publicadas tras su muerte. En una de ellas, la 233, argumenta que en esta vida, lo razonable es apostar por Dios con todas sus consecuencias. Afirma que no es posible conocer la naturaleza de Dios porque no tiene extensión ni límite, pero sí su existencia. El ser humano sólo puede conocer la naturaleza y existencia de lo finito. Sabemos que existe el infinito (es evidente desde el punto de vista matemático) pero desconocemos su naturaleza.
En cambio, argumenta, es necesario elegir entre dos opciones: creer en Dios o no. No tienes alternativa, o eliges bien o mal, pues la elección es ineludible. Cuando la apuesta se formula de forma positiva establece que si eliges creer (con todas sus consecuencias) y aciertas, ganas una vida eternamente dichosa. Si pierdes, no pierdes nada pues te espera el olvido y la nada. Desde el punto de vista matemático, dado que una elección racional es aquella que maximiza la utilidad del que apuesta, debe elegirse creer aunque la probabilidad de que fuese cierta la existencia de Dios fuese baja, pues lo finito se diluye siempre en la ganancia de lo infinito. La contrapartida negativa considera la perspectiva de la no creencia: si no crees en Dios y aciertas, no ganas nada, sólo el olvido. En cambio, si pierdes, te espera la infelicidad eterna. Por tanto, idéntica conclusión.
Es indiscutible que, dejando al margen el don de la fe, y asumiendo que Dios es bueno y no trata de engañar, la única elección racional es creer en Dios. Pero creer es hacer y hacer es vivir. Creer presupone la verdad y la verdad el ser.
Cuando uno detiene su vida por un instante y toma conciencia de esta realidad vital, de esta exigencia ineludible, necesariamente tiene que resolver el dilema. No hay medias tintas. Es en ese momento cuando surge la cuestión planteada al Señor: ‘… entonces, si creo, ¿qué he de hacer?’. La respuesta ya la conocemos. Para no entristecernos como el protagonista de la situación antes descrita, el propio Maestro señala que es una opción que sólo puede ser consustancial con la vida del hombre ordinario si se encuentra libre de prejuicios y ataduras materiales: ‘Cargad con mi yugo y aprended de mi que soy manso y humilde de corazón y encontraréis vuestro descanso. Porque mi carga es ligera y mi yugo suave’ (Mt 11, 28).
Pero, además, si darlo todo es poner todo en juego, eso sólo es posible si se da en nosotros una unidad de vida, si no existen diferentes corrientes vitales en nuestro interior, que nos dividan. En este punto, el Opus Dei, ‘visto’ por su fundador San Josemaría Escrivá en 1928, a venido a ser un instrumento de la Providencia para mostrar el camino que concilia la exigencia de entrega completa con la existencia habitual ‘en el mundo material’ de cada ser humano. La esencia de su espiritualidad es la unión de la dimensión natural y sobrenatural del hombre proponiendo la santificación en medio de los quehaceres cotidianos. ‘Cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios’, decía el santo expresando así el nexo de unión entre lo sobrenatural y lo natural, la piedra angular que concilia la vida entera de una persona en su quehacer diario en medio del mundo con su realidad metafísica. De esta forma, se hace posible darlo todo sin retirarse de las obligaciones del día a día, sin rehuir las responsabilidades adquiridas. Sólo así, tomando como modelo a Cristo en medio del heroísmo de cada día, la carga se podrá tornar ligera y el yugo ser suave. ‘En la línea del horizonte, insiste San Josemaría, parecen unirse el cielo y la tierra, pero donde de verdad se juntan es en el corazón de cada hombre cuando vive santamente la vida ordinaria’. No es la carne lo que vino a rehabilitar la Encarnación del Verbo sino la humanidad, lo humano, y lo humano es carnal, espiritual y vive en el mundo.