Juan Pablo II y la relación médico – enfermo

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El lunes 2 de abril se cumple el aniversario del fallecimiento de Juan Pablo II. Todavía recordamos aquellas imágenes de sufrimiento en sus últimos días, sujetas entonces a una triste polémica relacionada estrechamente con la consideración del sentido del sufrimiento humano. Una vivencia que nos afecta a todos en algún momento de nuestra vida, sea en nuestra propia persona o, lo que duele más, en la de seres queridos.

La imagen doliente de Karol Wojtyla en esos días fue para algunos motivo de escándalo mientras que otros, en cambio, reconocieron en él la expresión del verdadero destino del hombre libre: transformarse en Cristo, que es Camino, Verdad y Vida. Y ello implica la cruz. Por ello, habiéndolo atestiguado a lo largo de su azarosa existencia, fue consciente también en sus postrimerías, que tenía que sufrir en sus propias carnes la cruz de Cristo. Así, a los ojos del mundo entero, comprendido o no, selló la autenticidad de su vida, con valentía, sin reparos, sin miedo. En consonancia con las palabras que iniciaron su pontificado: ‘¡No tengáis miedo!

Aunque soplan corrientes de pensamiento relativistas que se aproximan de forma superficial y poco rigurosa a estas situaciones,  intentando soslayarlas, considerándolas como innecesarias, indeseables y, por tanto, erradicables, no son capaces de oscurecer su realidad inevitable. Al margen de las creencias personales y tendencias sociales dominantes, antes o después, el ser humano, se enfrenta ante su destino final en una experiencia que tiene carácter personal, único y no intercambiable.

Las personas estamos en constante evolución, tensionadas hacia un futuro por hacer en medio de nuestras circunstancias. En esos momentos finales, el ser humano está completando su ‘biografía’ sabiendo que una buena parte ya está ‘escrita’, con sus luces y sombras y, aunque poco quede ya por vivir, quizás sea lo más importante.

Cuando se pierde esta contemplación de la realidad negamos al ser, de forma irreverente, buena parte de su naturaleza constitutiva. Este es el origen irreflexivo de muchas conductas y corrientes utilitaristas que, en su extremo, pueden justificar el aniquilamiento de una vida considerándola como instrumento de otros supuestos fines, incapaces de ser explicitados sin incurrir en contradicciones.

Es en este contexto humano donde la relación entre el médico y el enfermo adquiere una cualidad específica que la engrandece y trasciende a la propia profesión pues el mismo médico se enfrentará a ella algún día.

En nuestras ciudades, en medio de lo cotidiano, del bullir de la actividad diaria, hay unos lugares, los hospitales, en los que se objetiva, día a día, de forma cotidiana, este tipo de situaciones personales que, en el ámbito normal de la vida del individuo y las familias, se presentan con carácter excepcional, en momentos únicos que constituyen verdaderos hitos. Esta cotidianeidad de la vivencia del sufrimiento, igualitaria, que no conoce distinción de edad, sexo y condición, constituye un elemento diferencial y característico de una profesión que no puede permitirse su trivialización por el carácter específico y singular de la misma.

Si la sociedad en su conjunto puede equivocarse en su visión de estas realidades, especialmente cuando la responsabilidad individual se diluye en la del grupo, el médico no puede dejar de aproximarse a ella con la reverencia adecuada para poder captar la esencia de los valores en juego y dar la respuesta apropiada que exigen. Es una relación en la que entran en consideración valores como el respeto a la vida, a la intimidad y a la autonomía de la persona, la caridad o la compasión, que interpelan al médico exigiéndole no sólo un nivel óptimo de conocimientos y habilidades técnicas sino también de dedicación, veracidad y empatía. Esta es la base sobre la que se construye la confianza necesaria para afrontar la sucesivas etapas de la enfermedad.

La naturaleza especialmente profunda de esta relación ha sido percibida desde antiguo habiendo inspirado los diferentes códigos éticos profesionales, no sólo de la tradición occidental, sobre la que asienta nuestra cultura, sino también de la oriental.

Resulta curioso que, aunque la aproximación inicial del paciente hacia el médico tiene carácter instrumental ya que solicita los cuidados de un profesional, al que con frecuencia no elige y habitualmente no conoce, con la esperanza de que pueda sanarle o, en todo caso, aliviarle, en cambio, la naturaleza personal e irrepetible de la condición del enfermo, hace que para el médico sus cuidados sean un fin en si mismo. Aquí emerge lo extraordinario de esta relación que ha sido percibido por seres excepcionales que vieron en esta una posibilidad especialmente fructífera de desplegar la más perfecta de la expresiones del amor humano: la caridad . Es el testimonio de vidas como las de  Francisco de AsísJuan de DiosCamilo de LellisIñigo de LoyolaJosemaría EscriváTeresa de Calcuta o Damián de Molokay, entre otros muchos, la mayoría anónimos, algunos de ellos médicos.

¡Qué diferente es la vivencia de esos últimos momentos entre las personas y qué importante es el apoyo y cercanía de la familia, verdadera comunidad en la que se desarrolla la vida humana en condiciones normales! Personas solas o acompañadas.

Familias admirables y otras, ciegas al valor en juego, con respuestas penosas. En medio de ellos, el médico debe jugar un papel esencial, como nexo entre la situación vital del enfermo y los familiares, que no debe limitarse a lo meramente informativo. Cercanía, comprensión, disponibilidad y respeto a la intimidad familiar son actitudes ineludibles. Adquiere un carácter especial su entrega y apoyo a aquellos enfermos obligados a vivir esas experiencias solos, alejados de sus familias. Son situaciones de máxima vulnerabilidad donde el personal sanitario, en conjunto, debe ser su apoyo y consuelo.

En el devenir de esta relación surge con toda su viveza la importancia definitiva de la esperanza en la vida de la persona. No la esperanza menor sobre los efectos inmediatos de las intervenciones sanitarias en forma de curación o alivio del sufrimiento, sino de la esperanza radical del ser humano, relacionada con su destino final, aquella que, originada en Dios, puede en exclusiva proporcionar la paz interior. ¡Cuanto sufrimiento y angustia procura la desesperanza en aquellos que depositaron su confianza exclusivamente en sus fuerzas y capacidades! Al experimentar con crudeza el carácter inevitable y efectivo de la mengua de las mismas, su mundo se diluye en la nada. No queda más remedio que resignarse al no-ser y esto, habitualmente, es una vivencia trágica que genera angustia, temor o abandono. Por el contrario, es posible constatar en otros, la radiante experiencia del consuelo que nace de la conciencia de estar compartiendo su sufrimiento con Cristo crucificado, como lo hizo Karol Wojtyla. Surge así, grandioso e inconmensurable, el misterio de la cruz de Cristo de cuya resurrección se alimenta la esperanza verdadera y definitiva del hombre.

La cama fría del hospital, la habitación extraña, las incomodidades de la limitación de espacio y las intervenciones sobre el propio cuerpo, son las rugosidades del pie del madero al que uno se abraza con fuerza, como el único anclaje capaz de mantenerle unido a la Vida. Ahí, junto al dolor del cuerpo y del alma, se experimenta alivio porque al alzar la vista se puede contemplar el cuerpo colgado y traspasado, inerte, del cordero inocente que en el acto de amor más puro nos ha rescatado para siempre. Es en esos momentos, donde el hombre anhela, como Dimas, escuchar, aun susurrantes, ahogadas, Sus palabras: ‘En verdad hoy mismo estarás conmigo en el paraíso’.

Los médicos necesariamente estamos marcados de por vida por estas experiencias, vividas intensamente, de las que quedan recuerdos que surgen periódicamente de las profundidades de nuestra memoria. Esas caras, voces, historias, esos sollozos, ese apretón de manos, esas sonrisas,…¡esas omisiones!

Esfuerzos inútiles, que no baldíos, jalonan nuestra actividad profesional y nos acompañan para siempre hasta que nos llegue el momento de enfrentarnos directa y personalmente con el misterio de la eternidad. En ese momento, desearemos que otro médico nos ayude a nosotros y a nuestra familia a transitarlo con paso seguro, como el Cireneo que sostiene nuestra cruz, aun sabiendo que no es él el que morirá. Entonces, en el momento de recapitular nuestra historia, seremos interpelados desde lo eterno por esas  palabras que trascienden el tiempo: ‘Venid benditos de mi Padre… porque estuve enfermo y me visitasteis…’

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