Mi amigo Oscar se marchó el 3 de abril de 2018, discretamente, como siempre actuó, desde una cama del que fue siempre su hospital, el Doce de Octubre de Madrid, donde ingresó para vivir las últimas horas de su vida terrena. No podía ser de otra manera para quien recibió la Cruz de Honor de la Sanidad Madrileña, fue presidente de la centenaria Asociación Española de Urología (primero nacido en otro país, era colombiano de origen) y Medalla Francisco Díaz, galardón máximo de nuestra sociedad científica.
Queda para otros glosar su biografía y relevancia científica. Yo sólo me permito recordar el calor de la relación personal, el privilegio que ha supuesto el haberle conocido como maestro y amigo.
La enfermedad, prolongada, le permitió marcharse como deseaba, despidiéndose de todos los que quería. Especialmente, de su esposa Marina (ejemplo de entrega, ternura y serenidad en el cuidado del amor de su vida), de sus hijas Marina, Elva y de sus nietos.
Hablé con él por última vez unos 15 días antes de su partida. Estaba muy débil y toda su conversación se dirigía a preguntarme como me iba en mi nuevo trabajo en la Clínica Universidad de Navarra; la mía a saber cómo se encontraba, en todos los sentidos, conociendo que ya estaba pateando en el hoyo 18 de su última partida. Yo sabía que era competitivo y lo iba a jugar bien, que acabaría bajo par. ‘Oscar, ¿estás tranquilo?’ ‘Completamente Bernardino. He tenido una vida privilegiada, plena’ (silencio ante lo que era una verdad irrefutable, que me repitió en varias ocasiones).
Valiente, desde el inicio de la enfermedad, se dejó hacer y colaboró con los demás en la toma de decisiones sobre lo que era mejor para él en cada momento. Al fin y al cabo, se trataba de una enfermedad urológica y él era un científico experto en la materia. Sus discípulos, también amigos, le cuidaron de forma admirable (gracias Alfredo, gracias Daniel). Yo me centré siempre en el otro ámbito, el sobrenatural. Ahí le llevaba una modesta ventaja, puramente circunstancial. Le hablaba de Dios y del privilegio que tenemos por haber sido adoptados como hijos suyos y de lo extraordinario del hecho de que la vida sea eterna y nos la jugamos en esta batalla terrena. ‘Confiésate Oscar y deja que Él cargue con aquel polvo del camino que arrastramos y nos pesa. Te sentirás aliviado’. ‘Algún día Bernardino… algún día‘.
En las pocas visitas que le hice, aprovechando viajes desde Murcia (muchas menos de las que hubiese deseado), nunca se quejó de la enfermedad cuyo pronóstico conocía desde el principio.
Vuelvo la vista atrás y compruebo que, realmente, no se comportó conmigo como un amigo sino como un padre. Durante mi residencia en el hospital, no me trató sólo como un médico en formación. Actuó como sólo un padre puede hacer en los momentos en los que hay que serlo.
Un día de mayo de 1989. ‘Buenos días profesor Leiva, soy el nuevo residente, compañero de Tomás (que se había incorporado unos días antes)’ ‘Bienvenido. Tutéame, por favor‘. A continuación, extendió la mano, alcanzó de la estantería un ejemplar del Manual de Pregrado de Urología, del que era autor, y me lo regaló firmando una dedicatoria en la contraportada ‘Que sea el inicio de una brillante carrera’. Mensaje claro: comienza a trabajar y estudiar. No creo que yo fuese una excepción.
Cirujano elegante, fino, minucioso. Tras las cirugías complejas, siempre fiable, con resultados óptimos, me decía: ‘Bernardino, otro día en el que hemos tenido suerte’; y, con una sonrisa añadía: ‘¡Como si supiésemos!’, y nos reíamos. No vi unas manos iguales.
Los actos de generosidad hacia mi persona, auténticas manifestaciones de caridad, de buen Samaritano en el sentido más puramente evangélico quedan para mi… y para su familia, bien conocedora (con plato de macarrones cocinado por Marina, incluido).
Por eso, ante las decisiones profesionales trascendentales que he tenido que tomar a lo largo de mi vida, lo llamaba buscando consejo, que recibía casi de forma instantánea, sin pensarlo mucho, pues tenía la virtud de simplificar las situaciones complejas. Como en el quirófano.
Durante su enfermedad le decía, ‘Oscar, tu siempre estuviste por encima de mi y tenemos que pelear para que allí arriba también lo estés’. ‘Oscar, el acto de perdón es el más elevado y difícil del ser humano, pues es propio de Dios. Es un acto de grandeza, reservado sólo a los grandes’. ¡Qué momentos, junto a unas copas de vino en la terraza de su casa o sentados en el sofá de su salón!
He rezado por él y por su familia todos los días desde hace muchos años. Hace ahora un año, salía una tarde de Misa en Campoamor de regreso casa y recibí, con sorpresa, una llamada suya. Lo hacía para comunicarme que, por fin, se había confesado al celebrar sus bodas de oro con Marina en una ceremonia íntima, muy emotiva, en la finca familiar de Palencia. ‘Mis cuñadas me han dicho que lo he hecho…¡ por la cuenta que me trae!’ y nos reímos. La alegría y emoción pudieron conmigo. Más aún cuando me envió las imágenes del acto. El resto, el final que he podido vivir a la distancia permitida, ya está dicho.
Doy pues gracias a Dios por el privilegio de haberle conocido y tratado de una forma tan personal, tan cercana. Lo aprendido en el ámbito profesional acabó siendo lo menos importante y eso que ha determinado buena parte de mi vida. Conocer de cerca personas extraordinarias ejerce una influencia poderosa e inevitable en nosotros. Como lo hacen las obras de arte. Algo de mi, sin duda, es el resultado de nuestros encuentros, de tu ejemplo.
Ahora, desde la distancia, tan cercana y a veces tan triste, entre lo mundano y lo eterno, te digo, con el respeto debido del discípulo al maestro: ‘¡Bien jugado Oscar! Has finalizado la partida antes que yo. Intentaré llegar al último hoyo para desempatar. Y lo haré… ¡como si supiésemos!‘