Adela Quintana Menacho. La conocí en febrero de 2005. Me despedí de ella para siempre en julio de 2006. Desde entonces, no he dejado un solo día de acordarme y de pedir por ella. Fue gracias a ella como entendí lo que el Maestro quiso decir por ‘Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados’. Al fin y al cabo, ¿no lloramos todos en algún momento? ¿no es este acaso un valle de lágrimas? Pero no, no era eso. Era un llanto que sólo entienden aquellos que sufren en soledad, los desamparados, aquellos que cambiaron a Teresa que pasó a llamarse de Calcuta.
Era una mujer inmigrante, lo que equivale a decir sin patria y sin familia. Vino a vivir una nueva vida lejos de su Bolivia natal donde había sido tratada de un cáncer de cérvix mediante radioterapia. Estuvo en Barcelona donde fue intervenida sin éxito de complicaciones urológicas derivadas de la radioterapia pelviana que le realizaron sin los estándares actuales. Llegó a nosotros después y también fracasamos. Todos los intentos de reconstrucción nuestros, y de otras especialidades quirúrgicas, no dieron resultado por la mala calidad de los tejidos. Finalmente, diferentes complicaciones, que la tuvieron ingresada durante meses, y una inesperada metástasis cerebral se la llevaron directamente hacia esa nueva vida donde espero que su cuerpo resplandezca de gloria, con la belleza a la que estaba destinada y que le sustrajo el destino en su peregrinación terrena.
Iba a visitarla concediéndole ‘unos minutos (?)’ de mi ‘precioso tiempo (?)’. Siempre sola en la habitación. Sobre la mesa una estampa de la Virgen. Algunas veces la visitaban unos amigos, pero la mayor parte del tiempo estuvo sola pues, según me dijo, no tenía a nadie. ‘Si ustedes me hacen esa cirugía ¿quién me va a querer?‘ me decía refiriéndose a la distorsión que la misma provocaría en su cuerpo de 40 años recién cumplidos y que, pensaba, impediría cualquier relación sentimental futura. ‘Eres más importante de lo que crees. Quien no te quiera como eres no te merece’. ‘Es usted mi ángel‘ (pobrecilla). ‘Ten confianza, ya verás como todo saldrá bien‘. Y nada salió bien. Mi último recuerdo es del día en que yo me iba de vacaciones de verano. Antes de marcharme fui a visitarla a la UCI donde estaba en coma, intubada y completamente edematizada. Su aspecto ya no era fácilmente reconocible. No me pudo decir nada mientras me despedía de ella en silencio sabiendo que ya no la volvería a ver en este mundo. Mientras yo disfrutaba de mi tiempo libre junto al mar, ella agonizaba, aparentemente sola, como el Maestro cuando colgaba del madero entre aquellas 12 y 15 horas que cambiaron la historia.
¡Cuantas veces pensé en su estremecedora soledad, en su dolor, en su desamparo! Su vida entera puesta encima de la mesa de quirófano, con los brazos en cruz, que casualidad. Sin nadie que le ofreciese el consuelo que necesitaba. El dolor, la fiebre, la podredumbre de las fístulas en su cuerpo. A solas, en el frío hospital. Un llanto que no encontraba consuelo. La misma que Él sintió cuando, en medio de la asfixia del terrible suplicio de la cruz, llenó de aire sus pulmones para gritar ‘Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado’. La Madre al pie de la cruz, como la estampa sobre la mesilla de la habitación.
No me cabe la menor duda de que El, el Fiel, en su infinita misericordia, la habrá considerado como una hija predilecta, bienaventurada, y la habrá consolado enjugando personalmente sus lágrimas. Esa vida, aparentemente sin sentido, cuyo rastro por aquí se limita a un número de historia clínica y un sobre archivado, comenzó de verdad a resplandecer para siempre el 30 de julio del 2006 a las 13:00 horas, dos horas antes que el Maestro.