No era un enemigo imprevisible. Algunas de sus versiones ya habían avisado. Los coronavirus nos enseñaron en 2002 que, por sus características especiales, podrían emerger nuevas variedades procedentes de reservorios animales y que, aparte de provocar resfriados comunes, podían matar personas. Así, en 2002/3 la epidemia SARS (síndrome agudo respiratorio severo) causó más de 8000 casos con una mortalidad del 10%. En 2012, otro coronavirus que mata, produce el MERS, otra enfermedad respiratoria que surge en la península arábiga por estar relacionado con la exposición a camellos. En 2015, en las charlas TED, Bill Gates avisaba de que la próxima gran catástrofe mundial sería una pandemia provocada probablemente por un coronavirus y que el mundo no estaba preparado (ver vídeo a pie de página). La epidemia del Ébola se lo hizo intuir: sólo las características propias del virus, cuya transmisión requería un contacto íntimo (sangre, secreciones, tejidos), junto al hecho de haberse declarado en áreas poco pobladas y mal comunicadas de los paises africanos afectados evitó un daño mayor. Científicamente pues, siempre ha habido cierto ruido de fondo.
El 8 de diciembre de 2019 se diagnosticaron los primeros casos de neumonía en Wuhan (China), una ciudad de 11 millones de habitantes. El 1 de enero de 2020, mientras celebrábamos el año nuevo, se cerró el mercado Huanan de Wuhan donde se produjo el primer evento con el paso, casi seguro, de un pangolín a un humano. El 3 de enero de 2020, la OMS hace el primer comunicado inicial avisado por las autoridades chinas. El 7 de enero se consigue identificar al agente causal, el SARS-CoV-2, y el 10 de enero, en un tiempo récord, se logra secuenciarlo, es decir, conocer su genoma con lo cual se pueden incorporar test diagnósticos y hacer un seguimiento epidemiológico a partir de de sus mutaciones. El 10 de enero, ya con test diagnósticos disponibles, se detectan los primeros casos fuera de China. No es hasta el 20 de enero cuando se demuestra la transmisión humana, obligando a tomar medidas para evitarlo: el día 23 de enero el gobierno chino cierra Wuhan. El 30 de enero, la OMS declara la alerta internacional, situación de emergencia de salud pública que informa al resto del mundo que debe prepararse y tomar las medidas oportunas. Básicamente, identificar casos procedentes de áreas afectadas, cerrando, si es necesario, las comunicaciones con los mismos, e impedir la transmisión en cada zona.
Los colegas chinos comienzan rápidamente a publicar las características clínicas de la enfermedad: se caracteriza por fiebre, tos y dificultad respiratoria en los casos graves. El 81% son casos leves, 14% graves y 5% muy graves, estos últimos con una mortalidad del 50%, especialmente en los mayores de 70 años. Uno de cada 4 ingresados acaba requiriendo cuidados intensivos por la gravedad de la neumonía bilateral. La tasa de letalidad global es del 2-2,5%, claramente superior a la de la gripe que es del 0,1%. La transmisión es tan rápida que el gobierno tiene que construir un hospital de una planta en tiempo récord para poder atender a la avalancha de pacientes.
Las características de las que carecía el Ébola para haber causado una pandemia mortal, se pueden identificar en este virus: ha comenzado afectando a un área muy poblada, un auténtico nudo de comunicaciones en China, y se transmite, tanto por microgotas con la tos (si se está a menos de 2 metros) como por contacto con las superficies donde el virus es capaz de aguantar un tiempo variable. Se considera que cada infectado es capaz de contagiar en promedio a 2 personas, aunque puede llegar a ser de 10 o más. Se considera que el periodo de incubación en la mayoría de pacientes oscila entre 5 y 7 días. Aunque los casos parecen infectar cuando están sintomáticos, también podrían serlo durante la incubación, haciéndolo más difícil de controlar. Además, y esto es definitivo, algunos pacientes pueden tener cuadros leves y pasar prácticamente desapercibidos contagiando al entorno cercano de forma masiva.
Visto así, sólo cabía una esperanza: que fuese como una gripe. Mi cuñado Eduardo, alarmado desde el principio, me preguntaba qué me parecía. Yo le decía que era como una gripe grave y que la alarma procedía del temor a que mutase y se hiciese más letal. Y así lo fue considerando buena parte del mundo (a excepción de los vecinos coreanos y japoneses)… hasta que llegó a Italia. Concretamente a la zona más poblada, mejor comunicada y más desarrollada del país: Lombardía. Es lo que tiene la globalización y el mundo de los negocios, amplifica lo bueno…y lo malo.
Los primeros casos italianos salieron a la luz a finales de enero cuando dos turistas chinos de Wuhan, mostraron síntomas en Italia. Ambas personas fueron aisladas y todas con las que tuvieron contacto dieron positivo. El mayor problema fue poder identificar al paciente inicial, al parecer de Codogno, una ciudad a 60 Km de Milán, que contagió a sus familiares y a múltiples profesionales hospitalarios que no trataron el caso epidemiológicamente como se debía al no considerarlo como sospechoso del nuevo coronavirus, ya que no había vínculos claros entre el paciente y China. Desde ahí, la diseminación ha sido imparable. El 22 de febrero, los dos primeros fallecidos. El 4 de marzo se ordenó el cierre de colegios y universidades. El 8 de marzo se anunció el cierre de Lombardía y de otras regiones adyacentes, que se aplicó al día siguiente. Hoy ya es el país con más fallecidos del mundo (han llegado a 5000), con casi 800 casos diarios. Nosotros ya somos el tercero en contagios y superamos a Italia en casos corregido por el tiempo de evolución, es decir, los podemos superar también en fallecidos. Italia nos enseñó el peligro con algo más de una semana de antelación y lo subestimamos. Había otras prioridades. Será el próximo capítulo.