Salvador Miñana Miñana

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Mi tío, hermano de mi padre. Se marchó el 27 de mayo tras dos años y medio de lucha contra su enfermedad tumoral. Sereno y en paz se fue apagando, lentamente, como un atardecer murciano. Maria Elena, su esposa, a su lado sin separarse de él ni un instante en este tiempo, un ejemplo majestuoso, gigantesco. Ahora, enfrentado con el misterio de la eternidad, está con su hermano y con sus padres gozando de la bienaventuranza eterna.

Apenas tuvimos relación a lo largo de nuestra vida. Sólo tengo vagos recuerdos de él en mi infancia y algún encuentro ocasional y casual durante mi juventud, pero desde que me enteré de su enfermedad en diciembre de 2007, hemos vivido muy unidos hasta el final.

Doy gracias a Dios porque esta relación me ha permitido conocer numerosas anécdotas de la infancia de mi padre, esas que sólo se conocen en la intimidad de la familia, así como deliciosos detalles de mis ancestros en la huerta valenciana de Palma de Gandía.

Durante estos meses he conocido a una persona humilde y sencilla, en el sentido más amplio de ambos términos, y con el estigma de ciertos rasgos de carácter que nos acompañan a la mayoría de los Miñana. Esa humildad y sencillez que le caracterizaban son el alma de las personas juiciosas y solidarias. Se preocupaba por el bien de todos los demás, no sólo de los cercanos. No parece que estos rasgos le acompañasen siempre. Su biografía es la del hijo pródigo que probó y dilapidó su fortuna en el mundo del arte. No del arte con mayúsculas sino el del mundo de la farándula y de las variedades, como cantante, sustituido al final por el pragmatismo de negocios diversos. Tras conocer a Maria Elena, ya en su madurez, alcanzó la estabilidad y serenidad del que sintiéndose amado comprende que no necesita nada más que vivir los momentos. Con intensidad, con deleite. Esos mismos momentos que San Josemaría, un santo de nuestro tiempo, afirma que rebosan de trascendencia, de Dios. Los mismos que, quizás por haberlos vivido tan intensamente, se han agotado antes de tiempo.

Durante estos meses nos hemos querido y hemos compartido, brevemente pero con intensidad, nuestras mutuas inquietudes con la presencia, siempre atenta y delicada de Maria Elena. En todo momento tuvo la esperanza de que su enfermedad se estabilizase o mejorase. ‘Sólo son pequeños nodulitos en el hígado’. Diminutivo, elegido conscientemente, con el que me describió su situación el día que me enteré de su enfermedad. ‘Tienes razón, tendremos que saber llevarlos durante un tiempo’ le dije consciente de lo que decía. Y eso ha sido durante estos meses. Lo ha llevado dignamente y, personalmente, creo que hemos ganado los dos. Yo como persona gracias a su ejemplo y al de su mujer y él también porque ya está en el cielo.

Descubrí su pasión por la música y me enteré de las habilidades de mi abuelo como clarinetista y director de la orquesta de Palma de Gandía. Me preguntó una vez ‘¿En el cielo hay música?’ ‘No creo que sea necesario pero incluso su belleza y cómo nos conmueve es un pobre reflejo de lo maravilloso que puede ser’, le contesté. ‘Yo creo – me decía- que en todo caso sonaría como el coro de los peregrinos del Tannhauser de Richard Wagner’ No podía haber sido más acertado por parte de quien probablemente tuvo algo en su juventud, como tantos otros, del Tannhausser que pasó un tiempo en el Venusberg.

He podido comprobar a lo largo de estos meses sus reacciones ante las diferentes fases de la enfermedad. Similares a las que ya he observado en otras ocasiones en mis pacientes y que son expresadas de modo sublime en el sobrecogedor segundo movimiento, andante, del cuarteto de cuerda nº 14, ‘La muerte y la doncella’, de Franz Schubert. Nadie lo ha plasmado mejor en una obra de arte. Inicialmente, la muerte proclama su sentencia inapelable, con gravedad; le sigue la incredulidad del que se siente en perfecto estado y aspira a vivir más tiempo; continua el diálogo, mejor dicho discusión, entre la muerte y la resistencia rebelde de la doncella con sus argumentos, y es que nunca es tiempo de morir; pero la terquedad de la sentencia, inexorable, avanza en el tiempo y levanta la voz para situar a la realidad en su sitio; finalmente, la aceptación serena, confiada, especialmente en aquellos que esperan llenos de esperanza, virtud teologal.

Su fe en el Único en quien se puede descansar fue creciendo mes a mes con una intensidad impresionante. Tomó su cruz con valentía y aplomo. También Maria Elena la suya de Cireneo. ¡Cómo me acordé en esos meses de las palabras del maestro!: ‘En verdad os digo que si no os hacéis como niños no entraréis en el reino del cielo’. Así lo vivió y como un niño rezó todos los días… avanzando, poco a poco, a lo largo del andante.

Cuando comprendimos finalmente, en la semana santa de 2009, que entrabamos en la última fase de la enfermedad, decidí, tras consultar con él y con su esposa, llamar a un sacerdote para que recibiese la extremaunción. Se confesó por primera vez en muchos años y aún recuerdo su alegría y emoción contagiosa en aquella habitación: él, el sacerdote, su esposa y yo a la luz de una vela como signo de la luz eterna hacia la que había comenzado a caminar. Eran los últimos compases del andante, ya serenos, todo resuelto, a la espera…

Hoy sus restos descansan ya en el cementerio de Almansa, la tierra de su mujer, al pie del castillo, frente a la autovía AlicanteMadrid. El día de su entierro, un reducido número de personas, en el silencio de la mañana, soleada y fresca. Sólo el sonido de los golpes del ataúd contra la losa y el llanto amargo de su mujer. Como dijo el poeta sevillano en una de sus Soledades: ‘un golpe de ataúd en tierra es algo perfectamente serio’. Ciertamente, pero ya que de música hemos hablado, si sólo fuésemos materia, nuestra existencia sólo se diferenciaría del sonido del citado golpe en lo efímero del mismo.

Ahora, desde lo eterno, al final de tu peregrinación, conservando tu individualidad, en comunión con los que aquí permanecemos todavía, sácame de dudas ¿acaso suena como Wagner?

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