Volviendo en coche desde Vigo, donde pasamos unos días estupendos en casa de nuestros amigos Javier Fraga, Sheila de la Viesca y sus cinco hijos, escuchamos en la programación de Radio Nacional de España, Radio Clásica, el discurso que Nikolaus Harnoncourt pronunció en el Mozarteum de Salzburgo el día 27 de enero de 2006 como motivo de la inauguración oficial de los actos conmemorativos del 250 aniversario del nacimiento de Mozart.
Harnoncourt criticó cualquier intento de interpretar a Wolfgang Amadeus Mozart y a su obra a partir de los múltiples datos biográficos que del compositor se poseen pues sería tratar de acotar su genio de forma irreverente. En un mundo dominado por el relativismo y el utilitarismo la gente tiende a aproximarse a la realidad desde la perspectiva de lo útil, de lo que le proporciona placer, incluido el estético, o satisface necesidades subjetivas inmediatas. Abomina de una aproximación al arte de este tipo pues es hacer violencia de la naturaleza de las cosas. El arte, afirma el director austríaco, pertenece al mundo de la fantasía y tiene algo de misterioso, que va más allá de cualquier explicación. Por ello, el poder invisible del arte es enorme y peligroso y su impacto es subversivo. Eso precisamente es lo que ocurrió entre los contemporáneos de Mozart con la sinfonía 40 en sol menor: dudaban de si tal música tenía sentido y debía ser permitida ante la profunda impresión que proporcionaba al oyente. Clara expresión de que el artista se expresa a si mismo y no permite que se ‘utilice’ su arte. No obstante, en la actualidad, esta obra es percibida como algo bello y sublime que provoca claras sensaciones placenteras, lejos del objetivo perseguido por su compositor. Doy fe de ello.
La sinfonía 40 en sol menor K550 es una de las composiciones más conocidas de Mozart. Los expertos en el autor coinciden en que forma un continuum con la 39 y la 41, las tres últimas que compuso en un tiempo récord de apenas tres meses durante el verano de 1788. Estas tres obras, de cuya génesis no se sabe nada, fueron guardadas y el compositor no pudo nunca dirigirlas, ni siquiera escucharlas. Cuando las compuso lo hizo en un momento en que deseaba escapar de la miseria y soledad, resultando evidente que algún motivo concreto le debió incitar a componer tres sinfonías tan distintas de forma consecutiva y en tan breve espacio de tiempo. Según proponen en una biografía del compositor Jean y Brigitte Massin, coincidiendo con la opinión general que sostiene el propio Harnoncourt, las tonalidades en las que fueron compuestas pueden dar una indicación de lo que Mozart quería ‘construir’. Así, la primera, la 39 en mi bemol mayor, con claras connotaciones masónicas, representaría la esperanza, el ideal propio de los iniciados que anima toda una vida. A continuación, la 40 en sol menor, que era considerada la tonalidad de la tristeza y la muerte, lleva a los oyentes al abismo, a poner todo en duda, representaría la tragedia en la que se debate una existencia ensombrecida por las dudas y fatigas. Por último, el do mayor de la sinfonía 41 ‘Júpiter’ evocaría el triunfo final de la humanidad, la liberación y redención. Es necesario escucharlas en su orden cronológico para percibir esta especie de itinerario universal que parece haber querido expresar el compositor.
Afirma en su discurso Harnoncourt que la sinfonía 40 cambió su vida. Después de 17 años como violoncelista en una orquesta, la interpretación de la misma le incitó a abandonarla para no tocar esta música que proporcionaba en el público una sensación ‘dulce y placentera’ alejada de la realidad de lo que deseaba su creador.
‘Nunca conoceremos la verdad acerca de la persona de Mozart -afirma- sólo su obra posee la verdad y desafía cada uno de nuestros juicios‘. Compara al genio con un extraterrestre, con un meteorito caído del cielo. Una persona que fue capaz de componer en su niñez trabajos de un contenido emocional que iba mucho más alla´de lo que él podía haber visto o experimentado. Concluye diciendo que Mozart ‘nos interpela para que penetremos en las profundidades de nuestra alma y luego a elevemos nuestros ojos al cielo. Él fue quizás un dedo de la mano de Dios‘.
Desde esta pespectiva cobran sentido las palabras de Chopin quien en su lecho de muerte les dijo a sus amigos presentes ‘tocad algo juntos para mi y pensad en mi mientras os escucho’. Cuando su amigo Franchomme le contestó, ‘sí, tocaremos tus sonatas’, Chopin exclamó ‘Oh, no, nada mío. Tocad para mí la verdadera música, la de Mozart’