13º Cuarteto para cuerda Beethoven

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Hace unos días me llamó desde su automóvil mi amigo Juan Guillamón , también nacido un 30 de junio (aunque él nació dos veces, seguramente porque ha sido llamado a cosas grandes), para manifestarme su admiración por la música de Beethoven. No pudimos hablar apenas por motivos de seguridad vial, pero en ese momento decidí escribir estas notas para compartir con él, públicamente, sensaciones y sentimientos alrededor de este genio de la música.

Hoy 26 de marzo se cumplen, exactamente, 180 años del fallecimiento en Viena de Ludwig van Beethoven. Había recibido la unción de enfermos a mediodía del día 24,  tras la cual se dirigió a los amigos presentes diciéndoles: ‘¡Plaudite, amici, comoedia finita est!’

Mucha gente piensa que después de la Missa Solemnis en re mayor y de la novena sinfonía  ya no compuso nada sobresaliente, pero esta es una apreciación necesariamente falsa cuando nos referimos a aquél que conoció los secretos de la verdadera música. Por ello, he decidido comentar algunos aspectos de uno de sus últimos trabajos que me ha proporcionado momentos de auténtica felicidad.

El cuarteto para cuerda, opus 130, es una obra dividida en seis movimientos que fue iniciada en 1824 y terminada en octubre de 1825,  dedicada al príncipe ruso Galitzine. Inicialmente, incluía, como su sexto movimiento, a la Gran Fuga aunque, posteriormente, en 1826, fue separada del mismo y está catalogada de forma independiente como opus 133. A pesar de esto me voy a referir a este cuarteto tal como lo concibió Beethoven, es decir, con su Grosse Fugue final que le confiere, a modo de síntesis, un tono victorioso.

Fue compuesta en momentos difíciles debidos a los serios problemas de salud que mantenían al compositor postrado y a la difícil relación con su sobrino Karl, al que quería como a un hijo. En medio de estas penosas circunstancias, el maestro experimentaba periodos de mejoría en los que recuperaba parte de su vitalidad. Todas estas vivencias se constatan el el 13º cuarteto en el que, a diferencia de los otros cuatro últimos del compositor, da la impresión, precisamente por ello, de que falta una línea argumental que lo reúna.

Su primer movimiento, adagio, ma non troppo, es una larga pero intensa introducción que combina el tempo lento con el allegro de forma abrupta y  recurrente.

El segundo, presto, de gran exigencia técnica para los intérpretes, es un prodigio de vivacidad que provoca una sensación de vértigo, como si uno estuviese cabalgando a ritmo de galope. Está lleno de energía vital, aunque breve:  tales eran esos momentos en la vida del maestro. El tercero, andante con moto, que tiene un inicio sombrío, rápidamente parece proponer una visión irónica de la vida. Quizás por ello, Beethoven escribió en la partitura la palabra ‘humoristisch‘. Cuando uno oye el cuarto movimiento (alta danza), delicado y equilibrado, se tiene la impresión de estar ante uno de los cuartetos de cuerda de Mozart.

Me gustaría resaltar, especialmente, los dos últimos movimientos. El quinto, la cavatina, es un adagio molto expressivo que, según el propio autor dejó escrito sobre la partitura, fue creado en un momento en el que se sentía ‘abrumadofatigado‘. Poco después de su composición, le dirá a su amigo Holz (uno de los violinistas del cuarteto Schuppanzigh), que había compuesto esta cavatina ‘en las lágrimas de la melancolía‘ (‘unter Tränen der Wehmuth’) y que nunca su música había causado en él tanta impresión. Cuando revivía este fragmento ‘le era imposible contener las lágrimas‘. Revivía, porque no lo oía. Fue compuesta alrededor del verano de 1825 en Baden a donde se había retirado por problemas de salud. Su biógrafo Schindler llamará a este movimiento ‘el monstruo de la música de cámara‘. Si alguien desea experimentar como suena la melancolía y tristeza de un genio que cierre los ojos y fije completamente su atención en cada nota de este movimiento. Supongo que a estas sensaciones debe referirse Modesto Ferrer, cuando expresa su convencimiento, en palabras de su padre, de que ‘la buena música será oída en el cielo‘. Lo increíble es que la tristeza de un hombre sordo es capaz de ser expresada de manera que  nos transporta a un estado de serenidad auténtica, casi sobrenatural.

Respecto al último movimiento, la Gran Fuga, hay que reconocer que su ruptura brusca, casi diría que agresiva, con el movimiento anterior junto con su propia estructura, que sugiere esencialmente una improvisación, proporciona realmente la impresión inicial de estar fuera lugar. Por ello, con gran resistencia por parte de Beethoven, fue separada del conjunto y sustituida por un rondó, (que probablemente fue la última obra de Beethoven). Propongo la audición del cuarteto con los dos finales para comparar lo que el público era capaz de entender y lo que deseaba el maestro. La fuga necesita ser escuchada varias ocasiones antes de poder atisbar algo de su grandeza. De todas las partes que componen esta obra, fue la primera en ser concebida por el compositor, ya en 1824. Para muchos autores contemporáneos, este movimiento se anticipó en más de cien años a su época. Así cobran sentido las palabras del autor a Holz  ‘Hacer una fuga no es un arte; yo he hecho docenas de ellas en mis tiempos de estudiante. Pero la imaginación reclama también sus derechos y hoy es necesario que otro espíritu, verdaderamente poético, entre en la forma antigua‘ Por ello, cuando se interpretó por primera vez este cuarteto el 21 de marzo de 1826,  el público quedó indiferente y solicitó la repetición del segundo y cuarto movimiento lo que enojó a Beethoven que pensó que sólo la fuga merecía haber sido repetida. Cuando la has oído repetidamente, te proporciona una sensación de libertad que, tras la sugerente melancolía de la cavatina, confiere a la obra un final triunfante.

Propongo pues, a aquellos que no conozcan esta composición, que se sumerjan en esta obra de arte, que agradecerán de corazón.

¡Qué pena saber que cuando murió tenía esbozada su décima sinfonía!

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